En la madrugada del 28 de junio de 1969 tuvo lugar uno de los hechos que, sin saber muy bien cómo ni por qué, se convirtió en un hito y un referente en la historia contemporánea del mundo y muy en especial en la historia de la lucha por los derechos civiles, hablamos de la revuelta marica ocurrida en el Stonewall Inn, un bar del Greenwich Village de Nueva York.
No fue la primera revuelta entre los representantes de un sistema injusto y una minoría discriminada, ni fue la primera donde esa minoría estaba formada por aquellos que por causa de su orientación sexual eran señalados como enfermos o delincuentes. Diez años antes incidentes similares se habían producido en la cafetería Cooper´s Donuts de los Ángeles y tres años antes en la cafetería Compton de San Francisco.
La revuelta del Stonewall no destacó por ser excesivamente violenta, no hubo muertos ni heridos graves. Y tampoco fue un acto de reivindicación política, organizado o dirigido por intelectuales o activistas que luchaban por los derechos homosexuales. Sin embargo, ahí quedó en la memoria de todos como el momento y el lugar en el que alguien dijo que no. Que ya estaba bien, que esta vez ya no agacharían la cabeza y no sufrirían la humillación de ser tratados como pervertidos o criminales, cuando su único delito era ser ellos mismos y tratar de disfrutar de algunos de los privilegios que los demás entendían y vivían como algo normal. Cosas tan simples como divertirse, reír, bailar y amar.
Eran tiempos convulsos y de cambio en los que una generación que había nacido tras la segunda guerra mundial pedía paso. Eran los tiempos de la guerra fría, del anticomunismo y la lucha por los derechos civiles, de Vietnam y Nixon. Era el verano del amor, y al ritmo de los Beatles, de Elvis, los Rolling, Bob Dylan o Joan Baez, la minoría dentro de las minorías se reunía en antros y tugurios escondidos, donde por tres dólares, consumición incluida, podían sentirse seguros mientras bailaban, charlaban y bebían el alcohol rebajado que las mafias que controlaban ese mundo underground, tenían a bien ofrecerles. Todo ello por supuesto con el visto bueno de una policía corrupta que cobraba su parte a cambio de hacer la vista la gorda y limitarse a cubrir el expediente.
En Nueva York, el Greenwich Village, un pequeño oasis de tolerancia y diversidad, se había convertido en un polo de atracción para cualquier homosexual que buscara un sitio donde encajar. Y en el Village el tugurio de moda era el Stonewall Inn. Ahí se reunía lo mejor de cada casa. Jóvenes que habían sido echados de sus hogares por maricas, chaperos, travestis y drag queens con sus mejores galas o con el vestido que habían tomado prestado a sus madres. Mariquitas locas libres de ser y sentirse todo lo locas que quisieran, rudas camioneras, marimachos y discretas bolleras. Homosexuales de todos los pelajes y de todos los colores, negros, blancos, asiáticos, latinos alternando con hombres casados y padres de familia respetables que una vez al mes o a la semana se tomaban un descanso de esa rutina de mentiras que llamaban vida. Todos ellos se juntaban en este restaurante reconvertido en bar de ambiente que cada noche abría sus puertas para ofrecerles un poco de diversión.
Y así solía ser, exceptuando alguna noche y en horas de poca concurrencia, cuando de pronto las luces se encendían y tenían que enfrentarse a una realidad uniformada de azul que los detenía, humillaba, amenazaba, extorsionaba o simplemente arruinaba sus vidas exponiendo su más oculto secreto a la luz pública. Adiós familia, estudios, trabajo, carrera, reputación. Y todo en nombre de la decencia, la moral y una “american way of life” en plena decadencia.
Esto fue precisamente lo que ocurrió el 29 de junio de 1969, pero en esa ocasión pasada la una de la madrugada, cuando con el bar lleno, la luz se encendió y la policía entró en el local. Unas cuantas maricas salieron corriendo, el alcohol vendido sin licencia fue requisado, comenzaron las identificaciones y el bar empezó a ser desalojado.
Pero, al contrario de lo que hasta entonces solía ocurrir, los maricas, travelos, bolleras y drags que abarrotaban el bar se rebelaron negándose a colaborar, en tanto que aquellos que habían sido expulsados del bar no se dispersaron rápidamente como era costumbre y así, pronto una pequeña multitud de clientes y curiosos se arremolinó a las puertas del local.
Cuando las unidades de refuerzo llegaron para llevarse arrestados a los clientes que la policía custodiaba en el interior del local varios cientos de personas estaban fuera aguardando. Conforme los agentes iban haciendo entrar a los detenidos en los vehículos el ambiente se fue tensando, algunos empezaron a cantar la canción “Venceremos” de Joan Baez y unos pocos puños se alzaron al grito de “Gay Power”, otros comenzaron a burlarse de la policía y a lanzar monedas (en referencia a los pagos que la mafia hacía a la policía) y alguna botella a los coches patrulla. Los detenidos que eran conducidos a los vehículos, luchaban, protestaban e intentaban zafarse de la policía que empezó a responder con violencia, la gente abucheaba. Según cuentan, una de estas detenidas animó a la gente a hacer algo, y fue en ese momento en que la tensión estalló y empezó el caos.
Pronto, más de medio millar de personas se encontraron envueltas en una trifulca en toda regla donde volaban las botellas, las monedas y las piedras. Algunos policías huyeron en sus coches patrulla mientras que el resto se atrincheró dentro del local cerrando la puerta junto a varios detenidos y un periodista. Los agentes, acostumbrados a la docilidad de los gays, perplejos, comenzaron a sentir miedo. Unas drags, encolerizadas, arrancaron un parquímetro y lo utilizaron como ariete para intentar derribar la puerta y asaltar el local. Botellas, basura, piedras, ladrillos y contenedores eran lanzados contra la fachada y las ventanas tapiadas que se rompieron. Tras saltar la chispa, el fuego había prendido y no sólo en sentido metafórico.
Después de más de media hora de acoso la situación pareció descontrolarse cuando las puertas del local se abrieron y un policía con pistola en mano amenazó a la gente con disparar. De pronto se oyeron sirenas y aparecieron los antidisturbios y los bomberos. La revuelta entonces paso a una segunda fase. Los refuerzos policiales rescataron a sus compañeros del interior del Stonewall y empezaron a detener a todos los que podían con la intención de despejar las calles. Pero la multitud, que seguía aumentando en número, no estaba por la labor. Frente a los antidisturbios se colocó una fila de travestis y gays en formación coral cantando y bailando levantando las piernas, burlándose de unos agentes nada acostumbrados al desafío de esos enfermos y pervertidos. Durante la siguiente hora y media las persecuciones se sucedieron, los coches volcados, los policías persiguiendo a los manifestantes y los manifestantes persiguiendo a los policías al grito de ¡cogedlos!, hasta que hacia las 4 de la madrugada todo quedó despejado y en silencio. El saldo de esa noche histórica fue de 13 detenidos, 4 policías heridos y varios manifestantes hospitalizados.
Al día siguiente, los panfletos, las noticias, los rumores, las reivindicaciones y las denuncias sobre la situación a la que se enfrentaba la comunidad gay llenaron las calles del Village y durante las noches posteriores se volvieron a repetir unos altercados a los que más y más gente se fue sumando. Y ya no eran solo drags, chaperos o clientes del Stonewall, sino hombres y mujeres gays junto a heterosexuales que se unieron para protestar y levantar la voz al grito de Gay Power. Personas que habían perdido el miedo y reclamaban su espacio. Y cuando por fin tras casi una semana de enfrentamientos y protestas todo terminó y la calma volvió al Village, algo había cambiado para siempre.
Los movimientos homófilos y la lucha por los derechos de la comunidad LGBT no nacieron en Stonewall, pero Stonewall señaló un punto de inflexión. De pronto se pasó de reivindicar un pequeño espacio en la sociedad donde pudiéramos vivir sin hacer mucho ruido y sin molestar a nadie, a reivindicar que estábamos ahí y que nos gusta como somos, que no nos íbamos a ir y que no íbamos a cambiar, escondernos o disimular. Ya no pediríamos perdón por ser como somos, ya no nos íbamos a avergonzar, y ya no suplicaríamos la caridad de nadie. Tocaba exigir.
La respuesta a ese cambio de estrategia fue inmediata. Por fin las personas gays, lesbianas, bisexuales y transexuales se podían identificar con una lucha que hasta entonces se había limitado a piquetes hetero normativos de la Sociedad Mattachine, cuyos integrantes daban vueltas con carteles pidiendo derechos y auto reprimiendo cualquier muestra de diferencia. Stonewall fue una inspiración para la comunidad LGBTI americana primero y para el mundo después.
Tras las revueltas una mecha se encendió en Estados Unidos y las asociaciones de grupos LGBTI se multiplicaron por todo el país. Apareció una prensa gay y ese mismo año nació el Frente de Liberación Gay y la Alianza de Activistas Gays, grupos que ya no escondían quienes eran tras ambiguos nombres como la Sociedad Mattachine o Las Hijas de Bilitis. Había nacido la visibilidad, el coming out, el orgullo de ser quien eres. Y el 28 de junio de 1970 en el primer aniversario de la revuelta, el Día de la Liberación de Christopher Street, se convocó una manifestación hacia central park.
Si el año anterior el piquete anual de la Sociedad Mattachine que se celebró una semana después de la revuelta había reunido poco más de 50 personas ataviados con sus trajes, corbatas y faldas, dando vueltas en círculos mientras sostenían pancartas que protestaban por el trato que les daban las leyes federales o que reclamaban simplemente que los homosexuales eran personas, un año después, 10.000 personas marcharon por la quinta avenida con carteles donde se podía leer “I’m a lesbian”,”Gay Power” y “Freedom”.
Y esto no se limitó a Nueva York. El primer año marchas simultáneas se celebraron en los ángeles y Chicago. Al año siguiente el orgullo ya había saltado el charco con manifestaciones en París, Berlín y Estocolmo mientras en Estados Unidos otras ciudades como Boston, Dallas, Atlanta, Detroit, Washington, Miami y Filadelfia se unían a las marchas. Y cada año más y más ciudades de todo el mundo se fueron uniendo, hasta que hoy en día, 44 años después, en un número incontable de ciudades grandes y pequeñas, cientos, miles e incluso millones de personas, se reúnen y marchan una vez al año para decirle al mundo, que estamos aquí con orgullo y que ya no nos escondemos, para mostrarles a aquellos que aún siguen sufriendo la represión, la violencia, la injusticia de leyes, gobiernos y sociedades intolerantes, que no están solos y que sí que hay esperanza. Y de este modo la lucha continúa y continuará, y a pesar de las prohibiciones, cada año una nueva ciudad o un nuevo país se une a la larga lista de aquellos que celebran el día del orgullo LGBTI.
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