He tomado una decisión. No volveré a debatir el asunto de
la homosexualidad con nadie de la Iglesia. No volveré a enfrentarme con la
ignorancia bíblica que rezuman tantos cristianos de la extrema derecha cuando
citan cómo la Biblia
condena la homosexualidad, como si ese punto de vista conservase alguna
credibilidad.
No discutiré con ellos, ni siquiera les escucharé cuando
dicen que la homosexualidad es «una abominación para Dios» o hablan de que la
homosexualidad es un «estilo de vida escogido» o cómo gracias al rezo y al
«consuelo espiritual» los homosexuales pueden ser «curados».
Esos argumentos ya no se merecen que emplee mi tiempo ni
mi energía.
No escucharé, ni por cortesía, los pensamientos de esos
que promueven «terapias reparadoras» como si los homosexuales estuviesen de
alguna forma rotos y necesitasen ser reparados. Y no hablaré con quienes
piensan que la unidad de la
Iglesia puede y debería ser conseguida rechazando la
presencia, o al menos a pesar de la existencia, de gente gay o lesbiana.
No gastaré el tiempo en refutar la ignorante e
indocumentable afirmación de ciertos líderes religiosos que llaman «desviados»
a los homosexuales. No atenderé ya más al pío sentimentalismo con que ciertos
líderes cristianos siguen argumentando con aquella extraña y deshonesta frase
que dice que «odiamos el pecado pero amamos a los pecadores». Es una sentencia,
-he llegado a la conclusión-, que no es más que una mentira diseñada para
ocultar el hecho de que esa gente odia a los homosexuales y le tiene terror a
la propia homosexualidad, pero saben que ese odio es incompatible con el Cristo
que afirman profesar. Así que adoptan esta absolutamente falsa proclama para
salvar la cara.
No disimularé mi entendimiento de la verdad para mostrar
que tengo al menos un mínimo respeto por la abrumadora negatividad que sigue
emanando de los círculos religiosos, en los que la Iglesia lleva siglos
difundiendo constantemente sus prejuicios contra negros, judíos, mujeres y
homosexuales y haciéndolos pasar por «pía retórica de sonido agradable». Los
días de esa mentalidad simplemente han pasado para mí.
Personalmente ni toleraré ni volveré a escucharles. El
mundo se ha movido, dejando desnudos esos elementos de la Iglesia cristiana que no
se ajustan ni a nuestros nuevos conocimientos ni a nuestra nueva consciencia,
perdidos en el mar de su propia irrelevancia. Ya sólo podrán hablar con ellos
mismos.
No volveré a intentar detener a los testigos de la
integración fingiendo que hay un punto medio entre el prejuicio y la opresión.
No lo hay.
Cuando se aplaza la justicia, se niega la misma. Que nadie
tenga ya escondite. Una vieja canción que hablaba sobre los derechos civiles ya
decía que la única elección que tienen los que no se adaptan al nuevo
entendimiento es «muévete o nos moveremos por encima de ti». El tiempo no
espera a nadie.
En particular voy a ignorar a esos miembros de mi propia
Iglesia Episcopal que parecen querer apartarse y formar una «nueva Iglesia»
proclamando que este nuevo instrumento intolerante representa la Comunión anglicana. Ese
cuerpo eclesiástico está diseñado para permitir seguir existiendo a esos
patéticos seres humanos, profundamente encerrados en un mundo que ya no existe,
y formar una nueva comunidad en la que puedan seguir odiando a los
homosexuales, ofendiéndoles con su desesperada retórica. Siguiendo siendo parte
de una hermandad religiosa en la que puedan seguir justificando sus prejuicios
homofóbicos el tiempo que duren sus torturadas vidas. La unidad de la Iglesia no puede ser una
virtud preservada permitiendo que la injusticia, la opresión y la tiranía
psicológica queden sin desafío.
En mi vida personal, ya no escucharé debates televisados
conducidos por canales ecuánimes que busquen darle a ambas partes en este
asunto el «mismo tiempo». Porque ya sé que estas cadenas ya no le dan el mismo
tiempo a los partidarios de tratar a las mujeres como si fuesen propiedad de
los hombres, o a los de reinstaurar la segregación o la esclavitud. A pesar del
hecho de que esas diabólicas instituciones se acercan a su final, siguen
citando la Biblia
con frecuencia en esos temas. Es el momento de que los medios anuncien que ya
no hay dos puntos de vista en lo que respecta a la condición humana de gays y
lesbianas. La justicia para los homosexuales no puede estar siguiendo siendo
comprometida.
No actuaré más como si el oficio papal tuviese que ser
respetado si quien ocupa en la actualidad esa oficio no quiere o no es capaz de
informarse y educarse a sí mismo en asuntos públicos sobre los que se atreve a
hablar con una vergonzosa ineptitud. No respetaré más el liderazgo del
Arzobispo de Canterbury, quien parece creer que un comportamiento maleducado,
la intolerancia o incluso sus prejuicios asesinos son de alguna forma aceptables,
mientras vengan de líderes religiosos del tercer mundo, quienes más que
cualquier otra cosa revelan en ellos mismos el precio que la opresión colonial
se ha cobrado de las mentes y los corazones de tan gran parte de la población
mundial. No veo forma en la que ignorancia y verdad puedan estar en igualdad de
condiciones, ni creo que el mal sea menos mal si puedes citar a la Biblia para justificarlo.
Rechazaré como carentes de merecer mi atención las salvajes, falsas y
desinformadas opiniones de supuestos líderes religiosos como Pat Robertson,
James Dobson, Jerry Falwell, Jimmy Swaggart, Albert Mohler y Robert Duncan. Mi
país y mi iglesia ya han perdido demasiado tiempo, energía y dinero intentando
acomodar puntos de vista tan anticuados, en un momento en el que no son en
absoluto tolerables.
Hago estas declaraciones porque ya es el momento de
moverse. La batalla ha terminado y hemos conseguido la victoria. No hay duda
razonable sobre cuál va a ser el resultado final de esta lucha. Los
homosexuales serán aceptados como seres humanos completos e iguales,
merecedores de cada derecho que la sociedad o la iglesia concedan a cualquiera
de nosotros. Los matrimonios homosexuales serán legales, reconocidos por el
estado y pronunciados como sagrados por la Iglesia. «No preguntes, no digas nada» será
desmantelado como política de nuestras fuerzas armadas. Aprenderemos por
obligación que la igualdad de ciudadanía no es algo que tenga que ser negociado
en referéndum. La igualdad bajo y ante la ley es una promesa solemne hecha a
nuestros ciudadanos por la propia Constitución. ¿Alguien imagina un referéndum
para decidir si la esclavitud debe continuar, si la segregación debería ser
desmantelada, si las mujeres deben tener derecho al voto? Ha llegado el momento
de que los políticos dejen de esconderse tras leyes injustas que ellos mismos
han ayudado a forjar. De abandonar ese escudo conveniente consistente en pedir
el voto como único derecho de ciudadanía porque no entienden la diferencia
entre una democracia constitucional, lo que hay en este país, y una
«morbocracia», lo que el país rechazó cuando adopto su Constitución. No
dejaremos que nuestros derechos civiles sean decididos por una minoría en
plebiscito.
No seguiré actuando como si necesitase el voto mayoritario
de un cuerpo eclesiástico para bendecir, ordenar, reconocer y celebrar la vida
y el jolgorio de gays y lesbianas haciendo su vida en la Iglesia. Nadie
debería volver a ser forzado a sublevar su privilegio de ciudadanía en este
país o su pertenencia a la
Iglesia cristiana bajo el deseo de un voto mayoritario.
La batalla librada en nuestra cultura y nuestra Iglesia
para librar nuestras almas de este prejuicio mortal ha terminado. Se levanta
una nueva consciencia. Claramente hemos tomado una decisión. La desigualdad para
gays y lesbianas ya no es un asunto discutible, ni en la Iglesia ni en el estado.
De ahí, a partir de este momento rechazo dignificar la expresión pública de
prejuicios ignorantes discutiendo con ella. No volveré a tolerar racismos ni
sexismos. A partir de este momento, no volveré a tolerar ninguna de las
variadas formas de homofobia en nuestra cultura. No me importa quién es o quién
articula estas actitudes, o quien intenta hacerlas aparecer como dignas usando
la jerga religiosa.
He sido parte de este debate durante años, pero las cosas
se han asentado, tal y como ocurre con este tema para mí. No volveré a debatir
con miembros de la Sociedad
para la Tierra Plana
tampoco. No debatiré con gente que piense que deberíamos tratar la epilepsia
haciéndole un exorcismo al enfermo. No perderé tiempo discutiendo con opiniones
médicas que sugieran que hacer sangrar a una persona alivia una infección. No
conversaré con quienes piensan que el huracán Katrina fue un castigo de Dios a
la ciudad de Nueva Orleans por ser el lugar donde nació Ellen DeGeneres o que
los terroristas atacaron los Estados Unidos el 11 de septiembre porque
toleramos la homosexualidad, el aborto, el feminismo o las libertades civiles.
Estoy cansado de verme implicado por la participación de mi Iglesia en causas
indignas del Cristo al que servimos y del Dios cuyo misterio y maravilla
apreciamos más cada día. De hecho creo que la Iglesia cristiana no sólo
debería pedir perdon, sino castigar a quienes han tratado a la gente de color,
a las mujeres, a los gays y lesbianas, y a quienes profesan otras religiones
como si fuesen herejes.
La vida sigue. Como dijo el poeta James Russell Lowell
hace más de un siglo, «nuevas ocasiones enseñan nuevos deberes, el tiempo hace
que lo antiguo parezca ordinario». Estoy listo para reclamar la victoria. A
partir de ahora la asumiré y viviré en ella. No estoy dispuesto a discutir
sobre ello como si siguiese habiendo dos posiciones compitiendo igualmente
válidas. El tiempo para esa mentalidad se ha ido para siempre.
Es mi pastoral y mi credo. La proclamo hoy. Invito a todos
a unirse a esta mi declaración pública. Creo que esta lluvia pública ayudará a
limpiar a la nación y a la iglesia de su perturbador pasado. Devolverá la
integridad y el honor a la
Iglesia y al estado. Será la señal de que ha amanecido un
nuevo día, y de que estamos listos no sólo para abrazarlo, sino también para
regocijarnos y celebrarlo.