En entrevista concedida el 19 del presente mes de enero al diario Sur de Málaga, donde actualmente reside, el arzobispo emérito de Pamplona y Tudela deja dos titulares periodísticos de primera magnitud. Sobre el aborto, cuya polémica ha desatado el anacrónico proyecto de ley-Gallardón, el nuevo cardenal dice que” las mujeres que abortan quieren quitarse de en medio al hijo para disfrutar de la vida” ¡Terrible! Y, sobre la homosexualidad, mayoritariamente aceptada por la ciudadanía de este país, afirma que “es una deficiencia que se puede normalizar… algo así, dice, como la hipertensión que yo padezco”.
Dejando de lado ahora el injusto y descabellado juicio sobre el aborto —ocasión tendremos de volver sobre él durante la tramitación parlamentaria de la nueva ley— ni que decir tiene que quienes más directamente se han sentido agredidos por estos prejuicios homosexuales del cardenal, como la plataforma LGTB, han reaccionado inmediatamente. En respuesta, firme pero nada agresiva, le informan, por si no lo supiera, que mantener a estas alturas que “la homosexualidad es una patología es una aseveración anticientífica”; que “este tipo de discursos no solo provocan dolor”, sino que también “son semilla de odio que enciende acciones violentas” (basta recordar las agresiones de los grupos fundamentalistas de nuestro entorno o de países censurados recientemente por la ONU); y, finalmente, que “la homosexualidad no es una enfermedad curable, pero la homofobia, sí”.
Desde el rechazo sin paliativos y la perplejidad que nos producen este tipo de declaraciones, faltas de la más mínima comprensión hacia personas que sufren, estigmatizadas en ambientes profundamente ideologizados, nos hacemos las siguientes preguntas:
En primer lugar sobre su oportunidad sociopolítica. ¿Qué se pretende demostrar o conseguir con este tipo de aseveraciones en una sociedad que, como la de este país, ha asumido sin especial rechazo la ley sobre el Matrimonio Homosexual de 2005?
En segundo lugar, sobre su verdad científica. Aunque ninguna teoría científica se pueda recibir como un dogma absoluto (“solo Dios y el hambre, dirá Casaldáliga, son absolutos”) y a todos “nos une la finitud”, nos preguntamos si la opinión de un cardenal es suficiente como para estigmatizar a todo un colectivo mundial frente a las posturas que, mayoritariamente, vienen defendiendo las ciencias antropológicas y los estudios histórico-críticos de la Biblia.
En tercer lugar y refiriéndonos al momento esperanzador que, desde la llegada de Bergoglio al obispado de Roma, está irrumpiendo en la Iglesia y en el mundo, nos preguntamos si el nuevo cardenal se ha enterado de la postura que el papa Francisco ha reflejado sobre este tema: “Si una persona es gay, ¿quién soy yo para juzgarlo?”
Finalmente, sin contar con especial información sobre lo que, de puertas a dentro, puede estar ocurriendo en el Vaticano, repetimos lo que en otras ocasiones hemos manifestado desde Redes: ¿para qué sirve un cuerpo cardenalicio que, —como resto medieval y corte escandalosamente adornada de títulos honoríficos al lado de un monarca absoluto— con solo su existencia, sin base teológica alguna, está anulando otras dimensiones importantes en la Iglesia como la sinodalidad del pueblo cristiano y el importante papel de las conferencias episcopales en la animación del mismo? ¡Por respeto al Evangelio, los mismos cardenales deberían dar por finalizada ya su función en la Iglesia!
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