por Carlos Osma.
Cartas a las siete Iglesias. (Ap 2,1-3,22)
El libro del Apocalipsis, escrito a finales del siglo I d.C. cuando Domiciano era emperador del Imperio Romano, comienza situándonos en la isla de Patmos, un peñasco marino cerca de Éfeso donde los romanos desterraban a disidentes y rebeldes. Desde allí el profeta y visionario Juan insta a los cristianos perseguidos en Asia Menor a no darse por vencidos y critica duramente a quienes han decidido seguir el camino fácil de la colaboración con Roma.
En las cartas a las siete iglesias, con las que comienza su obra, Juan anima a los cristianos a no participar de las comidas que tenían lugar en las ciudades durante las fiestas de la “divinidad” de Roma. La razón era que en ellas se servía carne sacrificada a los ídolos y quienes participaban lo hacían para mostrar su fidelidad al Imperio Romano. Los cristianos debían ser fieles a Jesucristo, pero si no participaban en estas comidas, se arriesgaban a ser marginados o ser vistos como enemigos del orden público. Juan sin embargo lo ve claro, los cristianos que toman parte de esta “anti-eucaristía” están renegando de Dios y se prostituyen con la gran ramera.
No todos los cristianos compartían la visión de Juan, algunos de ellos entendían el cristianismo en clave de fidelidad interior, más que como una batalla contra Roma. Los ídolos romanos no tenían ningún poder, así que no había ningún problema en tomar parte en las comidas y fiestas romanas. De esta manera podían seguir a Jesús y al mismo tiempo no se alejaban de los modos y las costumbres del resto de ciudadanos romanos. En el fondo lo que pretendían era convertir el seguimiento de Cristo en algo íntimo y personal, eludiendo la dimensión pública y social que tiene el evangelio (1).
Para intentar aproximar el mensaje del Apocalipsis a nuestra experiencia como personas lgtb, es importante preguntarse cuáles son los poderes que pretenden controlarnos y dominarnos. Y si hay uno que destaca sobre los demás, y que podemos identificar como nuestra Bestia apocalíptica, es el poder que asigna a cada sexo un género e intenta imponernos la heteronormatividad. En cada lugar y rincón de la sociedad en la que vivimos se levanta una imagen de oro y piedras preciosas a la que llaman “normalidad”, y que nos recuerda cual es el modelo que quiere este Imperio. Aunque se vende como una imagen de bien y felicidad, cada día recibe como sacrificio la sangre de sus víctimas.
Situarnos en la Isla de Patmos, con el exiliado Juan, o en medio de aquellas comunidades donde se disputaba entre mantenerse fiel a Jesús o al Imperio, es complicado. Nuestra experiencia suele contener matices y ambigüedades, por lo que en ocasiones vivimos en Patmos, pagando el precio de la disidencia, y en otras nos descubrimos participando de los banquetes de la Bestia. Deseamos comer, compartir, crear comunidad y ser aceptados a toda costa, y no nos importa negarnos externamente si con ello lo logramos. Nuestro género, orientación, o identidad sexual es algo personal, que no tiene que ir gritándose a los cuatro vientos, es mejor la espiritualización e invisibilización, que pagar el precio de la marginación que en más de una ocasión hemos sufrido. Ese es el pacto con la Bestia, vivir nuestra “anormalidad” en la intimidad, para que su poder siga sin ser cuestionado y se refuerce día a día.
Las disidencias que tiene que ver únicamente con la orientación sexual tienen una mayor aceptación social, puesto que por sí mismas no cuestionan al poder establecido. Son transgresiones fácilmente confinables en el ámbito personal. Allí pueden vivir durante años, o incluso una vida entera, sin que nadie más se percate de su existencia. O por el contrario, pueden ocupar la esfera pública, siendo aceptadas como relaciones de segunda, a cambio de no tocar pilares básicos del Imperio, como son la superioridad del macho, la visión biologicista de la familia, o el matrimonio entendido como la unión entre dos seres desiguales: un hombre y una mujer.
Todas las estructuras que defienden estos posicionamientos están al servicio de la Bestia, pero el Apocalipsis nos anima a resistir ante ellas, a ser personas gays en todos los ámbitos de nuestra vida, en los privados y en los públicos. Y a serlo no pactando con el poder de la heternormatividad, sino con el de la libertad, la diversidad y el amor que representa para nosotros el mensajero de Dios, Jesucristo.
Quienes cuestionan la relación unívoca entre cuerpo e identidad sexual lo tienen mucho más complicado, puesto que son percibidos inmediatamente como un peligro. A pesar de las enormes dificultades con las que se enfrentan desde la niñez, tienen la posibilidad de pactar con la Bestia a cambio de hacer una reasignación de sexo que subsane la “disonacia” que les ha sido impuesta. No hablamos aquí del derecho de toda persona a modelar su cuerpo como quiera, sino del poder que les “obliga” a hacerlo de una forma determinada. El engaño final consiste en que, con o sin reasignación, siguen sintiendo la fuerza que les empuja hacia la marginalidad. Su pecado es, en ambos casos, imperdonable.
Juan les llama a resistirse al poder que les oprime. Y esto sólo pueden hacerlo entendiendo la relación entre cuerpo e identidad sexual de manera creativa. Su manera de desenmascarar a la Bestia es mostrando como cada cuerpo puede ser vivido y reinterpretado de formas infinitas. Juan les invitaría hoy a no tomar parte de las comidas que ayudan a socializarse a los buenos ciudadanos del Imperio, sino de aquella comida que recuerda a quien se atrevió a redefinir la relación entre cuerpo y esperanza mesiánica de una manera nueva y salvífica: como desprendimiento, entrega y esperanza de salvación en el Dios que promete una creación nueva que romperá los límites de las estructuras que nos son impuestas.
Por último nos encontramos con las personas que se sienten a gusto con el género que se les ha asignado, pero cuyo comportamiento desborda los límites aceptables para el Imperio. Es el llamado delito de género. Sorprende como esta fuerza opresiva se ha convertido en una de las más fuertes incluso dentro de las comunidades gays. La propia sociedad gay, que levanta la bandera de la diversidad, sitúa en una esfera superior a las personas que son fieles al rol del género establecido. Es quizás su manera de pedir perdón a la Bestia, una forma de pactar con ella para ser aceptados. Sin embargo esta manera de prostitución no deja de ser ridícula y absurda, sobre todo cuando uno ve los enormes esfuerzos que muchos tienen que hacer para conseguirlo. Aunque quizás lo más triste es que con dicho comportamiento no sólo se refuerza el poder opresivo, sino que se colabora en el sufrimiento de las víctimas.
Los gritos del profeta nos llaman hoy al arrepentimiento, y nos advierten de las consecuencias de la prostitución en la que hemos caído muchas personas gays. Pero también animan, acompañan y reconfortan a quienes no se conforman con ser mujeres u hombres que siguen los dictados del género aceptados en nuestra sociedad. Ellas no son tibias, por lo que siempre permanecerán en la boca de Dios. Aquella que, con sólo unas palabras, dio origen a todo lo creado. Por eso allí, desde la boca de Dios, desde sus labios, colaboran activamente en la aparición de nuevas palabras, de nuevas creaciones y posibilidades para el género humano. La luz que desprenden, no debe ser apagada ni escondida, sino puesta en un lugar desde donde se pueda denunciar el engaño de la Bestia.
Las últimas palabras de Jesús, que transmite a las siete iglesias a través del profeta Juan, las dirige a la iglesia de Laodicea. Unas palabras que siguen siendo actuales y que podemos meditar a partir de nuestra experiencia como personas lgtb:
“Yo reprendo y castigo a los que amo. Ten, pues celo y conviértete.
Mira que estoy junto a la puerta y llamo.
Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré junto a él, y cenaré con él y él conmigo.
Al vencedor lo sentaré conmigo en el trono, como también he vencido
y me he sentado con mi Padre, en su trono.
El que tenga oídos, que escuche lo que El Espíritu dice a las iglesias (2)”.
Mira que estoy junto a la puerta y llamo.
Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré junto a él, y cenaré con él y él conmigo.
Al vencedor lo sentaré conmigo en el trono, como también he vencido
y me he sentado con mi Padre, en su trono.
El que tenga oídos, que escuche lo que El Espíritu dice a las iglesias (2)”.
Carlos Osma
[1] Para esta introducción he utilizado la obra: Pikaza, Xavier. Apocalipsis (Editorial Verbo Divino, Estella 2010).
[2] Ap 3,19-22.
[2] Ap 3,19-22.
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