domingo, 3 de junio de 2012

La ‘adelphopoiesis’: el hermanamiento de personas del mismo sexo desde Grecia hasta hoy.

En este artículo se demostrará que este tipo de uniones, lejos de estar desaprobadas por la Iglesia, fueron permitidas por ella y aún, incluso, perduran en la actualidad.
02/06/2012 – Andrés Melgarejo. Los griegos fueron los primeros en establecer un vínculo homosexual indestructible de índole militar, la llamada pederastia. En este tipo de relaciones se establecía una estrecha relación entre el ηραστες (erastés, amante), que era siempre el militar de mayor edad y graduación, y el ηρομενος (eromenós, amado), que era siempre el más joven (παις, pais) –de ahí el término ‘pederastia’–, y que obdedecía a una finalidad puramente estratégica: favorecer una lealtad tal entre los amantes guerreros de tal suerte que ambos contendientes no sólo lucharan por los intereses de la patria, sino sobretodo por proteger la vida del amante en el campo de batalla, con lo que se convertía en un ejército más eficaz. Ejemplo histórico de ello se encuentra por ejemplo en el “Batallón Sagrado de Tebas” (o si lo preferís los famosos “300” de la película) que cosecharon gran cantidad de victorias.
Posteriormente, en el mundo romano, esta institución tampoco era ajena y desconocida, aunque obedecía a una motivación diferente. En el caso romano se trataba de satisfacer las necesidades sexuales de los militares desplazados en las provincias, tan alejados de sus mujeres, permitiéndoles llevar (ya que las mujeres estaban prohibidas en los castrum o campamentos militares) algún esclavo, por lo general más joven, para estos menesteres y que siempre adoptaba un rol pasivo. De hecho, lo que los romanos reprochaban moralmente a la homosexualidad no era el propio hecho, sino que un patricio, un noble, un militar, pudieran degradarse moralmente convirtiéndose en la parte pasiva de la relación, ya que no era tanto una cuestión sexual como de dominación y poder.
Con el establecimiento de la pax romana, y la hegemonización del imperio, en el que se consolidaron grandes periodos de paz, el ejército mismo empezó a caer en decadencia y ya no era preciso el establecimiento de lazos tan fuertes entre sus miembros, ya que los ejércitos empezaban a contratarse a cambio de un salario, en vez de por otros ideales (ya fuera la patria o los de los amantes). Sin embargo siguieron existiendo personas, del mismo sexo, que por una serie de circunstancias personales (entre las que no se puede excluir la homosexualidad de sus integrantes), establecían entre sí vínculos tan fuertes que establecían una auténtica vida en común, como se suele decir vulgarmente “de techo, comida y lecho” y que no tenía que estar animada, necesariamente, por el fin de fundar una familia (ya que lo excluía el que ambos fueran del mismo sexo), o por lazos militares (que pervivían en las órdenes de caballería) o religiosos (pues para eso existían los monasterios).
Estas uniones se fueron extendiendo por la Edad Media europea mediante los llamados hermanamientos de sangre, práctica común de los pueblos godos, en virtud de los cuales dos varones quedaba unidos para siempre con un sello indeleble: el de su sangre. Normalmente quienes así se iban a unir se hacían un corte con sus propias armas en la mano y luego las entrechocaban ostentosamente entre sí. Estos hermanamientos se generalizaron en Grecia, los Balcanes, Serbia, Albania, Bulgaria, etc… Estas uniones empezaron a suscitar problemas casi siempre por cuestiones de herencia, ya que no había forma legal alguna de demostrar, frente a los familiares del difunto que reclamaban sus bienes, que éste tenía un hermanamiento concertado con el superviviente, que incluía no solo la unión de sus vidas más allá de la muerte, sino también la de sus bienes. De esta manera se hizo necesario un mecanismo lo suficientemente eficaz para que estas uniones no quedaran tan sólo en el conocimiento de la intimidad de quienes las celebraban, sino también de cara a la comunidad social y sus familias. Y este mecanismo, lo mismo que sucedía ya con el matrimonio, vino a ser la Iglesia, que acogía este tipo de uniones, y las bendecía con la presencia de un sacerdote y testigos, con lo que se garantizaba la publicidad de las mismas.
Ejemplos de este tipo de hermanamientos entre varones los hay también en España, destacando el siguiente ejemplo del Siglo XI:
Documento de 1031 del Cartulario de Celanova
“Nosotros, Pedro Didaz y Munio Vandilez, pactamos y acordamos mutuamente acerca de la casa y la iglesia de Santa María de Ordines, que poseemos en conjunto y en la que compartimos labor; nos encargamos de las visitas, de proveer su cuidado, de decorar y gobernar sus instalaciones, plantar y edificar. E igualmente compartimos el trabajo del jardín, y de alimentarnos, vestirnos y sostenernos a nosotros mismos. Y acordamos que ninguno de nosotros dé nada a nadie sin el consentimiento del otro, en honor de nuestra amistad, y que dividiremos por partes iguales el trabajo de la casa y encomendaremos trabajo por igual y sostendremos a nuestros trabajadores por igual y con dignidad. Y continuaremos siendo buenos amigos con fe y sinceridad, y con otras personas continuaremos siendo por igual amigos y enemigos todos los días y todas las noches, para siempre. Y si Pedro muere antes de Munio, dejará a Munio la propiedad y los documentos. Y si Munio muere antes que Pedro, le dejará la casa y los documentos.”
Al estatuirse la Iglesia como garante de la necesaria publicidad de este tipo de uniones, para evitar los problemas hereditarios y sucesorios posteriores fue necesario redefinir las mismas desde un punto de vista eclesial, así que se consideraron uniones nobles, que ayudaban a dos personas (con independencia de que fueran del mismo sexo) a vivir una vida en común, según unos altos ideales, insistiendo mucho en que aspiraban a vivir unidos en el espíritu –y no en la carne-, como alternativa válida de vida a quienes querían permanecer siempre unidos por un ideal noble de una gran amistad, o no querían ingresar en religión o contraer matrimonio. Con la normalización y canonización (jurídica) de este tipo de uniones del mismo sexo (los hermanamientos), se hizo necesario un ritual litúrgico propio, y ciertamente que los hubo, dado la gran cantidad de ellos que han perdurado hasta nuestros días. En estos rituales se sigue una dinámica que es muy semejante a la celebración del matrimonio, con intercambio de dones o arras entre los contrayentes, y que incluían la presencia del ministro ordenado y los correspondientes testigos cualificados. Los principales rituales que se conservan pertenecen todos a antiquísimos monasterios ortodoxos (especialmente griegos y balcánicos). Transcribimos a continuación uno de ellos por su curiosidad:
Monasterio del Monte Sinaí (Griego, S. XIII): Ritual para la solemnización de uniones del mismo sexo
I.- Los que están destinados a ser unidos vienen en presencia del sacerdote. Ambos pondrán una mano sobre el Evangelio y la otra mano sobre la del otro.
II.- Señor, Dios y Legislador nuestro. Tú que aceptaste la unión de los santos mártires Sergio y Baco. Salvaguarda a estos dos siervos tuyos en la gracia y en el amor recíprocos y protégelos del odio y que no haya escándalo por todos los días de su vida.
III.- Concédeles una fe sin vergüenza y un amor verdadero. IV.- Acepta ahora a estos siervos tuyos, N. y N. que van a ser unidos en la fe y en el espíritu, para que prosperen en la virtud, en la justicia y en el amor verdadero.
V.- Que ellos vivan más unidos en el espíritu que en lo mundano.
VI.- Y ellos besarán el santo Evangelio y se besarán el uno al otro, y se concluye de esta forma.
Aún en la actualidad, autoridades como Evangelos K. Mantzouneas, Secretario del Comité Sinodal de la Iglesia Ortodoxa Griega para los Asuntos Legales y de Derecho Canónico, reconoce su uso y práctica generalizada en la zona de influencia de la Iglesia Ortodoxa Griega. También admite que la Iglesia Ortodoxa Griega prohibió las mismas de forma expresa en sus Encíclicas de 11 de Junio de 1859, 26 de Septiembre de 1862 y 11 de Enero de 1863, aunque señala que este tipo de ceremonias, con el consentimiento incluso de los propios sacerdotes, se siguen celebrando en las zonas rurales y más recónditas de Grecia, Albania y Serbia en la actualidad.
No obstante lo anterior, aún encontramos la pervivencia de estos rituales en otras confesiones de rito oriental, como por ejemplo en la Iglesia Ortodoxa Siria, que aún las mantiene vigentes aunque con su connotación original de ser meras “celebraciones para el hermanamiento de personas del mismo sexo” como se desprende del siguiente testimonio (la narradora es la Dra. Robin Darling Young, Profesora Asociada de teología en la Universidad Católica de América, impartiendo clases de Historia del Cristianismo Antiguo):
“Hace nueve años fui unida en devota fraternidad a otra mujer. La ceremonia tuvo lugar durante un viaje que hicimos juntas a algunas comunidades ortodoxas sirias y de extremo oriente, y la otra persona de esta unión era la Dra. Susan Ashbrook Harvey, de la Universidad de Brown (profesora de sirio antiguo). Durante el transcurso de nuestro viaje pagamos una visita al Monasterio de San Marcos, en Jerusalén, residencia del Arzobispado Ortodoxo Sirio. Allí, nuestro anfitrión, el Arzobispo Dionisio Benham Jajaweh, nos hizo notar –con evidente sentido del humor- que si habíamos sobrevivido a todos los pesares de viajar por Turquía y oriente medio, sin duda alguna, estas experiencias nos habrían unido de forma única a mi amiga y a mí. ¿Nos gustaría ser unidas como hermanas, a la mañana siguiente, en la Capilla del Santo Sepulcro? Y en un domingo, a finales del año 1.985, mi amiga y yo seguimos al Arzobispo, y a un monje, por la parte antigua de Jerusalén, hasta la Capilla del Santo Sepulcro, donde según la tradición descansó el cuerpo de Jesús. Después de la liturgia dominical, el Arzobispo unió nuestras manos y las ató con el extremo de su estola. Él pronunció una serie de oraciones diciéndonos que habíamos sido unidas como hermanas, advirtiéndonos para que fuésemos fieles. La nuestra era una unión más fuerte que la sangre, confirmada con la efusión del Espíritu Santo, y como unión espiritual que era, más fuerte que la misma muerte.”
A la vista de lo expuesto, es evidente que, en todo caso, no parece que la actual condena de la Iglesia Católica contra la homosexualidad pueda justificarse, como se pretende, en una constante afirmación de la Revelación, la Tradición y el Magisterio, dada la gran cantidad de pruebas que hemos aportado en sentido contrario. Hasta el punto de que parece que la Tradición y el Magisterio, al menos en una determinada época histórica y para una zona geográfica determinada (sobre todo la Europa oriental), admitieron como práctica eclesial generalizada, apoyada de la misma manera por el sentir de los fieles, la existencia de uniones homosexuales que hasta gozaban de rituales propios de celebración en el contexto de la una comunidad cristiana que celebra los distintos acontecimientos de la vida de sus hijos, incluyendo estos compromisos de vida común entre personas del mismo sexo.

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