lunes, 10 de junio de 2013

Celibato sacerdotal y homosexualidad’ de Donald B. Cozzens.






A finales del invierno del año 2000, siendo rector-presidente del Seminario de Santa María de Cleveland, llamé la atención sobre el número desproporcionadamente elevado de seminaristas y sacerdotes gays.[1] Algo más de una década antes, el teólogo Richard McBrien y el sociólogo Andrew Greeley habían abordado la cuestión en prestigiosas revistas católicas.[2] Los tres fuimos objeto de vehementes y hasta histéricos desmentidos. Y ello, a pesar del amplio acuerdo existente entre rectores de seminarios y facultades de teología, así como entre obispos con dilatada experiencia en la formación de seminaristas, sobre la presencia de un gran número de varones de orientación homosexual en el sacerdocio y en los seminarios.
De hecho, algunos de nuestros mejores y más brillantes seminaristas, sacerdotes y obispos son gays. Al igual que sus hermanos en el ministerio heterosexuales, la mayoría de ellos se esfuerza —y a menudo lucha— por llevar una vida casta y santa. Y al igual que sus hermanos heterosexuales, algunos fracasan miserablemente en el empeño, incurriendo a veces en los trágicos y criminales abusos contra menores adolescentes y niños que han llevado a la Iglesia católica de los Estados Unidos a la más profunda crisis de su historia. En otros lugares he analizado las implicaciones de esta realidad desde el punto de vista de la cultura y la formación de seminario, el pronunciado descenso del número de seminaristas y la creciente toma de conciencia de que el sacerdocio es o se está convirtiendo en una ‘profesión de gays.[3]
Los desmentidos se han apaciguado, por no decir que han desaparecido. Es innegable que el escándalo del abuso de menores por parte de clérigos ha contribuido considerablemente a este creciente reconocimiento de la existencia de un gran número de clérigos gays. Algunos católicos conservadores ven un nexo causal directo entre la homosexualidad de muchos curas y obispos y el escándalo de los abusos sexuales. Señalan que los menores víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos son, en su gran mayoría, muchachos adolescentes. Libraos de los clérigos homosexuales —afirman—, y desaparecerá el escándalo. Y sospecho que la mayoría de los católicos creen que la orientación sexual es, si no una causa directa de los abusos, sí al menos un factor que debe ser tenido en cuenta.
Por desgracia, la consideración de este factor ha sido, en gran parte, profundamente problemática. A finales de noviembre de 2005, la Congregación vaticana para la Educación Católica hizo pública, con la aprobación del Papa, una ‘instrucción’ en la que ordenaba a los obispos, rectores de seminario y superiores religiosos no admitir al seminario y a las órdenes sagradas a quienes ‘practican la homosexualidad, presentan arraigadas tendencias homosexuales y apoyan la llamada cultura gay’.[4]
La implementación de la instrucción es un campo de minas moral. El candidato gay que cree sinceramente que Dios lo llama al sacerdocio debe discernir si sus tendencias homosexuales son, en el lenguaje de la instrucción, ‘expresión de un problema transitorio’ o ‘tendencias homosexuales profundamente arraigadas’. El candidato gay tampoco puede optar por ‘no informar’ de su condición a los responsables del seminario, pues la instrucción afirma: ‘Sería gravemente deshonesto que el candidato ocultara la propia homosexualidad para acceder, a pesar de todo, a la Ordenación’. Además, aunque la mayoría de los adultos descubren su identidad sexual en un momento temprano de la infancia, o al menos en los años de la adolescencia, algunos individuos sólo toman conciencia de ella una vez alcanzada la madurez.
Por otra parte, no existe ningún test claro y fiable para determinar la orientación sexual de una persona. A pesar de los procedimientos psicológicos ideados a tal efecto, en último término todo depende de lo que diga el individuo. ¿Y cómo pueden discernir los responsables de seminario las ‘tendencias homosexuales profundamente arraigadas’ de las que no lo son tanto? Por otra parte, ¿no es posible que un seminarista con tendencias homosexuales profundamente arraigadas sea al mismo tiempo emocional y afectivamente maduro y esté capacitado para desempeñar un efectivo liderazgo pastoral y espiritual?
Paradójicamente, la instrucción del Vaticano está siendo implementada en numerosos casos por obispos, rectores de seminario y superiores religiosos homosexuales. La palmaria hipocresía de tales situaciones no le pasa inadvertida a numerosos laicos y clérigos, con independencia de su orientación sexual. No es de extrañar, pues, que la carta adjunta a la instrucción recomiende a los obispos no nombrar a sacerdotes gays como rectores de seminario, ni a varones homosexuales en general como miembros del cuerpo docente de dichos seminarios. Por último, el documento suscitó en algunos círculos eclesiales el temor de que sacerdotes homosexuales célibes, enojados y descontentos con la incoherencia —por no decir hipocresía— que supone el hecho de que se encomiende a obispos y rectores gays aplicar la instrucción, decidieran revelar la homosexualidad de determinados obispos y otros altos cargos eclesiásticos.
Los exacerbados sentimientos que despierta la cuestión de los sacerdotes, obispos y seminaristas gays sólo se desvanecerán cuando la realidad de los homosexuales en las filas del clero sea abordada con franqueza, compasión y sabiduría. El mayor obstáculo para que los responsables eclesiales procedan así radica en la insistencia del Vaticano en que la atracción por una persona del mismo sexo es ‘objetivamente desordenada’Es probable que la nube moral que pende sobre las cabezas de laicos y clérigos gays no se disipe hasta que creyentes de reconocida orientación homosexual que hayan llevado una vida de irreprochable integridad moral y santidad sean incorporados al santoral.
Mientras tanto, el efecto de la instrucción sobre las admisiones en los seminarios consistirá, probablemente, en recortar aún más el ya drásticamente reducido número de seminaristas, agravando así la crisis eucarística que se extiende imparablemente por la Iglesia.
Aquí, sin embargo, nuestro interés sigue ocupándolo la cuestión del celibato obligatorio y los presbíteros homosexuales. Parece lógico preguntarse por qué desearía un creyente gay ser sacerdote célibe. En cuanto comisionados eclesiásticos, los sacerdotes reciben el encargo de promulgar la enseñanza de la Iglesia, así como presentarla del modo más convincente posible. Pastoralmente, tienen que defender esta enseñanza aun cuando sea cuestionada o rechazada. Los sacerdotes gays se encuentran en una posición en la que se espera de ellos que enseñen con toda claridad que la orientación homosexual es intrínseca y objetivamente desordenada. Aunque ellos no sientan que su propia orientación es defectuosa, antinatural, enfermiza o desordenada, sí se espera de ellos que sostengan públicamente que toda orientación homosexual es anormal y desordenada. Además, se les encarga convencer a los homosexuales de uno u otro género de que su orientación les llama a llevar una vida de perfecta continencia sexual, ya que la Iglesia exhorta a la perfecta continencia sexual a todas las personas que no estén casadas.
Y es que, de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia, todos los deseos y actos sexuales deliberados que se realicen fuera del amor matrimonial —el cual, por otra parte, ha de estar siempre abierto a la procreación— son objetivamente erróneos y constituyen pecado mortal. Así pues, es probable que los sacerdotes homosexuales se vean inmersos en una especie de‘conflicto existencial de intereses’. A menudo, según ellos mismos refieren, la experiencia personal y pastoral les convence de que su orientación sexual no es objetivamente desordenada, de que no es ninguna perversión en absoluto.
La reconciliación de su experiencia personal y pastoral con la enseñanza oficial de la Iglesia se tornó aún más difícil cuando, en 2002, el portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro Valls, cuestionó la validez de la Ordenación de sacerdotes gays. Ese mismo año, algo más tarde, un sacerdote asignado al Vaticano, Andrew Baker, afirmó que los homosexuales son intrínsecamente no aptos para el sacerdocio, dada su proclividad al ‘abuso de determinadas sustancias, a la adicción sexual y a la depresión’.[5]
Así las cosas, ¿qué es lo que empuja a los creyentes gays al sacerdocio? Algunos reconocen que la sospecha de que eran homosexuales les causó miedo e incluso repugnancia. Informados de la enseñanza eclesiástica de que la orientación homosexual es objetivamente desordenada, el celibato sacerdotal les pareció atrayente. Creyeron que serían capaces de dejar ‘aparcada’, por así decirlo, su sexualidad. Imaginaron y esperaron que, siendo célibes, no tendrían necesidad de confrontarse con esa dimensión de su vida. Después de todo, la orientación sexual suele ser considerada como una cuestión irrelevante para el célibe. O, al menos, eso parecía. Pero, tanto para homosexuales como para heterosexuales, aceptar la propia orientación sexual es un factor decisivo para la formación de una personalidad sana e integrada. Cuando se intenta dejar a un lado la sexualidad o negar o reprimir su energía y poder, tarde o temprano el tiro termina saliendo por la culata.
En la medida en que no se halle integrada en la personalidad y la vida psíquica, siempre a la espera de entrar en erupción en formas destructivas tanto de uno mismo como de otras personas. Además, sin una sana experiencia de la propia sexualidad y orientación sexual, no es posible una verdadera maduración espiritual o emocional. Sólo la madurez espiritual y emocional nos capacita para entender los apremiantes anhelos del corazón y descubrir que la energía sexual es, en último término, un sacramento de nuestro más profundo deseo: la comunión con Dios y con el conjunto de la creación.
Otra razón por la que los gays se sienten atraídos por el sacerdocio es la gran paradoja que significa la Iglesia, la cual es a la vez ‘moderna y medieval, ascética y suntuosa, espiritual y sensual, casta y erótica, homofóbica y homoerótica…’.[6] Nadie ha plasmado esta paradoja mejor que Ellis Hanson en su obra Decadence and Catholicism. Aunque el pasaje que sigue se centra en sacerdotes homosexuales fascinados por los jóvenes, su análisis ilumina los motivos por los que los gays se sienten atraídos hacia el sacerdocio, a pesar de la enseñanza de la Iglesia de que la atracción homosexual es objetivamente desordenada:
A menudo me preguntan… por qué un gay o un pedófilo desean hacerse sacerdotes. Los motivos son, sin embargo, tan numerosos que la verdadera pregunta debería ser, más bien, por qué desean ser sacerdotes los varones heterosexuales. Amén de la fe, que considero la principal razón, pues el sacerdocio sería insoportable sin ella, para los varones de determinada inclinación existen otras motivaciones: el afeminado personaje pastoral que representan, la brillantez y esplendor de los ritos, [hasta hace poco] la confianza y el respeto públicos, la libertad de la presión social en orden a contraer matrimonio, la oportunidad para intimar con niños y jóvenes, la amistad apasionada y la convivencia con varones de ideas afinas, así como la disciplina personal, que ayuda a sobrellevar la vergüenza y la culpa sexual.[7]
Desde el punto de vista de la psico-dinámica humana, Hanson da, a mi juicio, en el clavo. Desde una perspectiva teológica, sin embargo, su análisis resulta escasamente útil. En la mayoría de los casos, los homosexuales se sienten atraídos hacia el sacerdocio, pienso yo, porque creen haber sido llamados al ministerio ordenado; en otras palabras, están convencidos de que tienen la vocación, el carisma, del sacerdocio. Y algunos de ellos creen que han sido llamados a la castidad célibe; en otras palabras, están convencidos de que han recibido el carisma, la gracia del celibato. La mayoría, sin embargo, conscientes de que no poseen tal don, se afanan —codo a codo con sus hermanos heterosexuales en el ministerio— por llevar una vida célibe.
En su empeño de ser hombres íntegros, muchos sacerdotes gays, al igual que miles de sus hermanos heterosexuales que han abandonado el ministerio activo para contraer matrimonio, se han secularizado, convencidos de que su necesidad de intimidad afectiva y sexual no les dejaba otra alternativa. Muchos de estos hombres consideran que han sido de verdad llamados al sacerdocio, pero no a llevar una vida de continencia célibe. A menudo son juzgados con mayor severidad que aquellos curas que dejan el ministerio para casarse con una mujer. Otros encuentran en el sacerdocio célibe un lugar confortable para vivir su abnegación y su represión sexuales. Unos terceros, al igual que algunos sacerdotes heterosexuales, descubren en el sacerdocio célibe la (hasta hace poco) perfecta tapadera para una completa realización sexual.
De vez en cuando, alguien me pregunta: ‘¿A quién le resulta más fácil llevar una vida de castidad célibe: al sacerdote heterosexual o al gay?’. Esta pregunta, que no tiene una respuesta concluyente, parece estar motivada por la percepción de que, para la mayoría de sacerdotes y religiosos, la vivencia auténtica del celibato se ve favorecida y sostenida por amistades sinceras, íntimas y de carácter no sexual, tanto con varones como con mujeres de la franja de edad a la que cada cual pertenece. Para el cura heterosexual, esto incluirá amistades con mujeres; para el cura gay, amistades con varones. Ahora bien, para ser sanas, las amistades han de tener un cierto carácter público. Los amigos se dejan ver, al menos de vez en cuando, en público: cafeterías, restaurantes, teatros… Su círculo más amplio de amigos y sus familias suelen estar al tanto de esa significativa amistad. Cuando una amistad se caracteriza por el secretismo y la discreción, instintivamente sospechamos que algo no funciona como es debido.
Un sacerdote gay bendecido con una amistad madura, íntima y célibe con otro cura o con un varón laico se mueve con facilidad en la esfera pública de la vida. Después de todo, de los sacerdotes se espera que traben amistad con otros varones. El sacerdote gay puede pasar su día de asueto en compañía de un amigo. Puede irse de vacaciones con él, viajar con él, salir a comer o a cenar con él. Ser visto con esa persona no conlleva incomodidad alguna. Tales amistades, siempre y cuando permanezcan célibes, son una fuente de verdadero gozo humano y espiritual. Cuando ambos amigos son curas, reviven los años compartidos en el seminario, las historias y el humor de entonces, lo cual tiene su propio poder vinculante. El común interés por la liturgia, la Escritura, la literatura y las artes, por no hablar de cotilleos eclesiales, suele dar pie a animadas conversaciones y a una verdadera fraternidad. Aunque tales amistades íntimas conllevan un cierto riesgo, estoy convencido de que es mayor el riesgo de intentar llevar, ya sea uno gay o heterosexual, una vida célibe prescindiendo de relaciones significativas y estrechas.
En lo referente a la esfera social, pública, probablemente resulta más fácil para un presbítero gay mantener y disfrutar una amistad cercana e íntima con un varón… y, al menos teóricamente, llevar una vida célibe sana y vivificante.
Por su parte, los sacerdotes heterosexuales bendecidos con una amistad cercana e íntima, pero célibe, con una mujer transitan un terreno social diferente. La inveterada expectativa de la gente es que los sacerdotes frecuenten la compañía de otros sacerdotes, de otros varones y, hasta hace poco, de jóvenes e incluso niños. Todavía resulta embarazoso ver a un sacerdote en público con una mujer. Las expectativas sociales, pues, tienden a dificultar la amistad —no importa cuán auténtica, llena de gracia y célibe sea— entre un sacerdote y una mujer. En la medida en que tal sea el caso, el celibato puede resultar en ocasiones más difícil para el sacerdote heterosexual que para el gay.
Para el sacerdote heterosexual que lucha con la inherente soledad del celibato, la aparente libertad social de que ve disfrutar a sus hermanos homosexuales en el ministerio puede alimentar sentimientos de envidia. Hay quienes reconocen en confianza que el celibato opcional existe ya… para el sacerdote gay, pues es únicamente la integridad personal de éste, su madurez espiritual y emocional, la que le aparta, y no con demasiada dificultad, de una vida sexualmente activa.
Con independencia de que uno sea gay o heterosexual, el desafío de llevar una vida célibe sana y creativa resulta mucho más fácil de afrontar cuando se dispone del don vivificante de la amistad íntima, personal, célibe. No siempre se ha pensado así. Durante siglos, en los seminarios se advertía a los seminaristas que no cultivaran las ‘amistades particulares’ con otros seminaristas. El motivo no confesado de esta regla era el miedo a las relaciones homosexuales. De los seminaristas se esperaba, por supuesto, que no tuvieran citas amorosas durante los periodos vacacionales que pasaban en casa, así como que no cultivaran amistades íntimas con mujeres. Hasta hace una generación, al seminarista se le abría el correo y se le restringían las llamadas telefónicas. Se consideraba que Dios, su familia y la comunidad exclusivamente masculina de sus compañeros de seminario eran suficientes para su desarrollo emocional y espiritual como sacerdote y como ser humano. En los años anteriores al Concilio Vaticano II, la amistad, ya fuera con un varón o con una mujer, se percibía como un gran peligro para la vida célibe. Y, según parece, en algunos seminarios todavía predomina esa mentalidad.
Privada de intimidad humana, hasta la más sana de las vocaciones se crispa y, a menudo, se distorsiona.[8] En mi opinión, el trágico escándalo del abuso de menores por parte de sacerdotes y obispos ha puesto de relieve esta realidad. Las amistades profundas y comprometidas no carecen de peligros para los sacerdotes célibes; pero el mayor peligro es, con mucho, que éstos lleguen a pensar que no son como el resto de los mortales.
Ya en un libro anterior abordé la cuestión del amor célibe. Creo que lo allí escrito afecta a toda relación célibe, ya sea heterosexual, ya sea gay: ‘Una de las historias que todavía no se han contado sobre el sacerdocio de principios del siglo XXI es la gran cantidad de amistades vivificantes, gozosas y llenas de cariño entre sacerdotes célibes y sus amigos o amigas con compromisos de otro tipo. Muchos sacerdotes, tanto heterosexuales como gays, mantienen relaciones célibes de gran profundidad que pueden ser calificadas como auténticos acontecimientos de gracia. De vez en cuando se cometen errores, y algunos de ellos tienen graves consecuencias. Y, de vez en cuando, la lucha por mantener célibe una amistad puede exigir un esfuerzo casi titánico. Sólo la prudencia, la honestidad y, sobre todo, la gracia de Dios pueden hacer de los amigos célibes “amigos del alma”
Los sacerdotes que reciben el don de unas verdaderas relaciones célibes suelen experimentar una transformación espiritual y descubrir una compasión y una fortaleza hasta entonces desconocidas. A pesar de la confusión y la ambigüedad que antes y después afloran, a pesar del sufrimiento que inevitablemente arroja su sombra sobre todo amor y toda amistad humanos, los curas bendecidos con la afectuosa intimidad célibe dan gracias a que esa experiencia les ha ayudado a crecer como hombres de Dios y como hombres de Iglesia’.[9]
Tomado de: Donald B. Cozzens, Liberar el celibato, trad. José Manuel Lozano Gotor, Santander, Sal Terrae, 2006. pp. 79-90.

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